Viajes al norte




El verano llega a su fin, pero este año tuve la suerte de visitar muchos sitios y no puedo dejar que llegue el otoño sin recordar los dos viajes al norte de la península, de esos de subirte al coche e ir donde te lleve la carretera, improvisando por el camino.


1. España + Andorra + Francia


Lo único claro aquí es que teníamos el alojamiento en La Massana, en Andorra. La ida duró 13 horas, paramos mucho rato en Sigüenza, luego en Zaragoza y después un millón de veces más para que yo pudiera hacer fotos. Llegar a Andorra fue sentir frío en verano. Mi mes de julio está marcado por eso: por viajes al norte huyendo del calor infernal de Madrid.

Atravesamos Andorra y llegamos a Francia. Castellano, catalán, francés, incluso portugués. Todo se mezcló en la frontera.  Yo quise llegar hasta Toulouse, un par de veces tomamos rumbo a Perpignan por error - quizá fuera el destino.

Al volver nos desviamos expresamente para entrar en Belchite, el viejo Belchite. Cuál fue nuestra sorpresa al encontrarlo vallado, imposible pasar sin pagar la entrada de la visita guiada.  Rodeamos el pueblo buscando una manera de entrar y la encontramos. Pasamos primero la mochila, luego pasamos nosotros, uno detrás del otro, por una pequeña abertura en la valla. Justo al llegar allí, el cielo se volvió completamente gris, empezó a chispear. El viento soplaba y creímos oír una voz entre las ruinas. Lo que hace la sugestión.

También nos desviamos en Guadalajara, esta vez sin querer. Pero bendito GPS que nos llevó a Pelegrina, al mirador de Felix Rodríguez de la Fuente.










2. Cantabria


Primero quise ir a Asturias, después a Navarra, pero finalmente acabamos en una posada de un pueblecito cántabro. Allí te atendían despacio y te dabas cuenta del ritmo de vida tan frenético que llevas. ¿Por qué tanta prisa? Al principio me desesperé, luego me acostumbré a la calma. A esperar mi café sentada en la terraza, dibujando.

Paseé entre secuoyas, vi el mar, me dormí esperando para ver la lluvia de estrellas,  bebí cerveza en la misma posada donde dormía, la única de todo el pueblo. El lugar estaba lleno. Saludé a Luna, una perrita sin dueño que entraba y salía de la posada a su antojo. Allí los perros eran más que bienvenidos. Canté en la carretera, me metí en el pantano, comí en el nacimiento del Ebro, entre los pájaros. Elegí vivir en el norte.







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